La equívoca concepción de los animales que consagra el Código Civil Federal

No existen hombres perfectos y, en vía de consecuencia, no existe una ley perfecta, sin discrepancias; ejemplo de ello es la clasificación que hacen la mayoría de códigos civiles respecto a los animales, los cuales aún contemplan la arcaica concepción romana de considerarlos como “cosas”, específicamente bienes semovientes, tal como puede apreciarse en el artículo 753 del Código Civil Federal: “Son muebles por su naturaleza, los cuerpos que pueden trasladarse de un lugar a otro, ya se muevan por sí mismos, ya por efecto de una fuerza exterior”.

Desafortunadamente, ese tratamiento que les otorga la ley sólo pone de relieve su sometimiento al hombre, y su “cosificación” deja abierta la posibilidad de que sus cuerpos sean tratados sin el malestar moral que sentiríamos de otro modo. Sin embargo, si nos remitidos a la etimología, esclareceremos que la palabra animal proviene del latín animalis, que en principio significa “ser dotado de respiración o del soplo vital”, es decir, “ánima”; por tanto, animal es lo que respira, y su contrario sería un ser inanimado, una cosa.

Aunque los animales son seres vivos, lamentablemente los percibimos como cosas vivas, derivado de la influencia del sistema político y legal que les atribuye un valor instrumental y no un valor inherente; y aunque algunos autores mencionan que al ser éstos clasificados como bienes sujetos de propiedad privada y ser sus propietarios los facultados para gozar y disponer de ellos, se vincula directamente su protección (brindarles atención, evitarles el maltrato, la crueldad o el sufrimiento), es indudable que no todos tienen el sentido de responsabilidad hacia sus “pertenencias”.

Por esa razón, la bioética Eve-Marie Engels afirmó que “la capacidad de sufrir del animal y su facultad para percibir el dolor es uno de los argumentos fundamentales y del pensamiento animalista para reivindicar nuestra obligación de protegerlos y de cuidarlos[1]”, motivo por el cual en algunos lugares han empezado a ser considerados como una entidad física o conjunto psicofísico, sobre los cuales no deben llevarse a cabo actos dolosos (sevicias, crueldades, torturas) o culposos (descuidos), sin dejar al lado su concepción utilitarista.

De hecho, el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europa, en su artículo 13, ha reconocido a los animales como seres sintientes y, en esa virtud, el anacronismo legal ya se ha reformado en códigos civiles como el catalán, que reconoce expresamente que los animales no son cosas, o el francés, austriaco, suizo y alemán, que han cambiado el estatuto jurídico de los animales de “cosas” a “seres vivos dotados de sensibilidad”.

Por consiguiente, se han desarrollado las llamadas leyes anticrueldad o bienestaristas, que apuntan a prohibir el “sufrimiento innecesario” y promover el “trato humanitario”, estableciendo obligaciones indirectas del hombre hacia los animales (defendiendo, sobretodo, la necesidad de no ser crueles con aquellos puesto que esto constituiría una acción habitual en las personas que luego se podrán repetir en sus relaciones humanas); situación que, en cambio, ha dado pauta al movimiento de los derechos de los animales, que pretende protegerlos por sí mismos y no por los beneficios colaterales que pudiera obtener el ser humano.

Empero, es menester precisar que no pretendo iniciar un debate sobre si los animales tienen derechos y discutir respecto a cuáles serían sus correlativas obligaciones (es interesante la afirmación que realiza Diego Gracia Guillén, al  considerar a los animales como sujetos morales con derechos, pero no obligaciones, de manera similar a lo que sucede con los niños o incapaces mentales); puesto que lo que interesa es darles el reconocimiento que se merecen, considerando a los animales por lo que realmente son, es decir, animales, ni cosas ni humanos, capaces de sentir, de sufrir y que, por ello, tenemos la responsabilidad de darles un buen trato, incluyéndolos en nuestro círculo de protección.

Luego, como sociedad preocupada por los seres que nos rodean y en atención a la evolución que sufre el derecho, en adecuación de aquellos cambios de actitud que lo impulsan, nuestra concepción hacia los animales en la rama civil debe ser reformada, otorgándoles el valor, respeto y cuidados que se merecen; por lo que no puede seguir siendo legal, entre muchos otros ejemplos, transportar a los animales en las cajuelas de los taxis o autobuses, sin importar el estrés o peligro al que están expuestos; o bien, mirando la otra cara de la moneda, si se les permite abordar junto a su dueños, considero también importante establecer lineamientos en los cuales tanto pasajeros como animales salgan beneficiados (quizás reservar un área lejos de las personas que pudieran resultar alérgicas), con el fin de destruir el antropocentrismo que nos invade, buscando un verdadero bien común.

Después de todo, “la grandeza de una nación y su progreso moral puede ser juzgado por la forma en que sus animales son tratados” (Gandhi).

[1] ROMEO CASABONA, et al. “Los xenotrasplantes. Aspectos científicos, éticos y jurídicos”. Capítulo: “El estatuto moral de los animales en la discusión del xenotrasplante”. Biblioteca de derecho y ciencias de la vida. 2002. Pág. 98.

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